miércoles, 24 de febrero de 2010

La universidad enlosprocesosde democratización

SECULARIZACIÓN DEL CONOCIMIENTO Y ANTIAUTORITARISMO

Los movimientos estudiantiles y magisteriales conforman una de las más antiguas y mejor arraigadas prácticas universitarias. Nacieron con el surgimiento de la universitas studiorum medieval. Continúan en nuestros días, después de nueve siglos de la organización primigenia del gremio de los intelectuales y algunos años menos de la primera cessatio que, en su propio contexto, tuvo todas las características de una huelga estudiantil, a la vez académica y política.

De carácter tan diverso en cada momento histórico como diferentes han sido las universidades desde 1088, los movimientos universitarios son parte inseparable del trabajo intelectual estructurado en la vida académica; además, han sido reflejo, vehículo y elemento clave de la incidencia de profesores, estudiantes e instituciones en la vida social. El primer movimiento universitario de que se tiene noticia fue estudiantil; ocurrió en Bolonia a mediados del siglo XII y condujo a los reconocimientos y privilegios que se negociaron con el emperador Federico I Barbarroja en 1158. El gremio boloñés constituía una universitas scholarium, comunidad de estudiantes, intensamente comprometida en la guerra de las investiduras: imperio y papado buscaban imponer sus propias formas de dominio político y control de la propiedad. Los universitarios de Bolonia, mediante la contratación de maestros y la constitución de colegios por naciones, habían comenzado a liberar al pensamiento y a la enseñanza de los muros catedralicios y monásticos. Irnerio, conocido también como Warnerio fue el maestro de los estudiosos de Bolonia, sin duda apoyados desde altas instancias del Sacro Imperio, para recodificar el derecho romano; más tarde harían lo mismo con el derecho canónico. El ámbito de lo jurídico —secular o eclesiástico— se revestía así con el prestigio de la razón y la sanción de la academia, y buscaba despojarse de toda interpretación teológica puramente religiosa o mística.
 
La legalidad y la legitimidad laicas y seculares de cada posición fueron aportaciones de los jurisconsultos universitarios.

En conflicto con el obispo y con el príncipe municipal por cuestiones de vida cotidiana en que a estudiantes inocentes se les aplicaron las leyes de represalia, el gremio se retiró del burgo cuyas otras corporaciones se beneficiaban y también abusaban de las necesidades de estudiantes y maestros. El regreso condicionado de la universitas a la urbe, y la perspectiva de nuevas huelgas, permitieron que el gremio (eso significa universitas) obtuviera, primero del emperador y luego del papa, protección, privilegios particulares y garantías de una cierta autonomía respecto de ambos poderes.

Poco después sucedería algo semejante en París mientras se desarrollaba la discusión de los universales, y en donde el rey y el papa competían por el apoyo de los teólogos que comenzaban a formular, desarrollar y expandir la ideología de la razón. Aquí, la cessatio que precedió a negociaciones de reconocimientos fue tanto de maestros como de estudiantes; los parisinos constituían una universitas scholarium et magistrorum, comunidad de estudiantes y maestros.

La profundidad y la agudeza que puede alcanzar el combate de los intelectuales por la autonomía de su trabajo frente al cetro y al báculo, se hicieron evidentes en París, entre otras cosas, con las sangrientas tribulaciones de Pedro Abelardo.

El primer movimiento universitario de América parece haber tenido lugar en Puebla en 1647, cuando el virrey a rzobispo Palafox y Mendoza, al aplicar su reforma educativa y eclesial, entró en querella con los jesuitas, que se ocupaban mayoritariamente de lo que hoy llamamos educación superior.

La corona y la iglesia españolas habían resuelto impedir a los miembros de la Compañía de Jesús extender su influencia intelectual, y limitar su participación en la educación. Por tal actitud virreinal y episcopal, los alumnos de los jesuitas —muchos de ellos hijos de empresarios coloniales o futuros cuadros de la administración novohispana— protestaron al inicio de un conflicto que duró seis años y concluyó con la virtual derrota del jerarca.

A fines del siglo XVIII hubo otros movimientos estudiantiles para protestar por la expulsión de los jesuitas y exigir que se anulara la orden de exilio que formó parte de las reformas liberales de Carlos III. Las manifestaciones de Pátzcuaro, Guanajuato y San Luis Potosí produjeron la ejecución de sesenta y nueve manifestantes.

Empresarios del agro, misioneros, académicos notables en la educación superior, en la investigación de las más diversas especialidades y en el desarrollo de tecnologías, los jesuitas iniciaron el discurso independentista y su docta fundamentación histórica y filosófica. Además, durante casi dos siglos formaron en sus propias aulas y en las de la Real Universidad de Nueva España, a todos los cuadros de la Colonia. Entre sus alumnos hubo un gran número de criollos que con el tiempo fueron jefes en las guerras de Independencia y de Reforma, y políticos notables desde los albores del México independiente hasta la lucha contra la Intervención Francesa y la restauración de la República. La derrota de los jesuitas al final del siglo XVIII fue victoria del primer liberalismo hispano sobre el cuerpo de

intelectuales organizadores de sociedad y estructuradores de ideología más poderoso y fecundo de la época. Los jesuitas derrotados representaban ciertamente a la razón, al pensamiento creativo, al desarrollo de las tecnologías y a la búsqueda de la autonomía política de las colonias, pero se oponían al libre cambio modernizador del imperio, a su apertura hacia las potencias protestantes, al alejamiento del “poder espiritual” de Roma.

En un recorrido por la historia reciente de las universidades de México, en el que nos detuviéramos sólo en la participación de universitarios en los movimientos sociales iniciados en 1910 y en la lucha por la autonomía en 1929, en el otro extremo tendríamos, cronológicamente, los movimientos encabezados por los estudiantes en 1968 y los de 1986 a 1990. Ninguno fue un acontecimiento local; encarnan dos de los momentos más relevantes del mundo universitario contemporáneo.

A lo largo de nueve siglos, algunas de las más diferentes revueltas universitarias han tenido en común su carácter secularizador y antiautoritario. Es posible rastrear un conjunto de movimientos universitarios que por espacio de casi un milenio han constituido una de las vías culturales necesarias, diríamos indispensables, para instaurar y desarrollar la secularización del conocimiento, para establecer y preservar la autonomía del trabajo intelectual respecto de los poderes políticos y religiosos, y para flexibilizar el conjunto de las relaciones políticas.

Si sólo eso pudiéramos hallar al estudiar esas revueltas de carácter, origen y contenido diversos, bastaría para calificarlas de democráticas o cuando menos para ubicarlas como fundamentales en el complejo de los procesos sociales democratizadores. Esto, desde luego, exige también el examen de otros elementos presentes en esas revueltas y en esos procesos, entre otras cosas porque es lo que permitirá hallar las particularidades de cada caso y matizar las generalizaciones académicas, políticas e históricas que constantemente sugieren.

MOVIMIENTOS ESTUDIANTILES, UNIVERSITARIOS, JUVENILES

En ciertos momentos, el estudiantado y la población universitaria en general conforman un grupo social particularmente sensible al autoritarismo y la reducción de espacios democráticos. En México, sus reacciones periódicas ante la agudización del despotismo político, por lo menos durante las últimas dos décadas del siglo XX, involucraron a la totalidad de las instituciones en que surgieron. Por ello, es frecuente que se les denomine no sólo “movimientos estudiantiles”, sino también “universitarios”.

Los movimientos universitarios adquieren trascendencia política cuando se hacen eco de malestares sociales.

Mitin de Javier Barros Sierra en reacción a la toma de San Ildefonso por el ejército


En 1968, en México la ciudadanía fue parte importante de la movilización y se habló de “movimiento estudiantil-popular”. Tampoco han faltado motivos para hablar de movimientos juveniles. En la década de 1960, en las latitudes más diversas del planeta se manifestó un malestar juvenil de grandes dimensiones y contenido muy complejo. Quienes teníamos en 1968 menos de treinta años, nacimos poco antes de la Segunda Guerra Mundial, mientras ella se señoreó de Europa y del sur del Pacífico, o poco después del estallido de la primera bomba atómica en Hiroshima. La intolerancia, las persecuciones y las matanzas masivas llevadas a cabo por los nazis y sus aliados, los holocaustos de Europa y Japón y después las guerras imperialistas de tiempos de paz en Argelia, Corea y Vietnam nos marcaron de manera indeleble y permanente. La paz, la convivencia, la justicia social, la igualdad los que se llamaban ideales de la democracia todo había sido anulado en los hechos, en los gobiernos, en la diplomacia, en el uso de las armas, en las palabras vacías de los políticos y en la cotidianidad de nuestra experiencia pública y privada. Nuestra edad exigía no sólo rebeldía y cuestionamiento, sino también alternativas. Entonces lo queríamos todo y de inmediato. Tuvimos que vivir los sesenta, en particular el 68, para darnos cuenta de que los intereses de los poderosos no se cancelan con los cuestionamientos y las rebeldías en su contra.

Teníamos mucho que aprender. Y la fuerza de las cosas nos llevó a aprender mucho. Debimos aprender a plantear nuestras ideas y nuestros requerimientos, a enfrentar la represión policiaca y militar, a desconfiar de las palabras de los poderosos, a organizarnos y a expresarnos ante la ciudadanía, a exigir diálogo con quienes no quisieron dialogar, a enfrentarnos —inermes y con un canto religioso y patriótico— a las bayonetas y a los tanques, a definir y a dar curso práctico a la generosidad exigida en el campo por la formación universitaria, a puntualizar nuestros planteamientos para la negociación e incluso a negociar y a fracasar en las negociaciones; muchos de nosotros aprendieron a ser perseguidos, aprendieron la prisión y aprendieron el exilio.

Los movimientos universitarios adquieren trascendencia política cuando se hacen eco de malestares sociales , los reflejan, los difunden, estimulan las explicaciones de sus causas y proponen soluciones. Su importancia es mayor si en ellos se reconocen fuerzas sociales dispares y dispersas, porque entonces llegan a anticipar otros movimientos sociales y cambios generales en diversos tipos de relaciones. Sin pretender exhaustividad, recordaré aquí algunos elementos del contexto social y político de los mov imientos estudiantiles de 1968 y 1986:


a) En 1968 había alcanzado su apogeo la “política de desarrollo estabilizador”, encaminada a acelerar la industrialización y a elevar las tasas de crecimiento económico y en especial las ganancias empresariales a que todo ello daba lugar. Hacía tiempo que el gasto público favorecía el lucro privado y que se habían reducido las inversiones de Estado en el campo y las destinadas al llamado bienestar social. Los salarios sufrían una fuerte contracción, el crecimiento agrícola casi se había detenido, el pago por los productos del campo era muy bajo y la migración hacia los centros urbanos se agudizaba. La dirección dada al desarrollo industrial impedía la absorción de la fuerza de trabajo excedente y por lo tanto promovía la emigración, y el ingreso no se redistribuía ni con justicia ni con eficacia.

Para mantener así un crecimiento económico, el control social había llevado a sus límites la tensión política. Los ciudadanos, corporativizados, no tenían posibilidades de expresión ni de organización independientes del poder. La oposición y la prensa también enfrentaban la constante reducción de espacios de expresión libre, y todos los movimientos sociales —obreros y campesinos, de maestros y otros profesionistas— eran reprimidos con sorprendente intensidad. Señoreaba las relaciones políticas una legislación penal aprobada durante la Segunda Guerra Mundial, no abrogada con la paz, y sólo aplicada para detener cualquier cuestionamiento. Acusados de disolución social o de otros delitos semejantes (asociación delictuosa, incitación a la rebelión), los presos políticos llenaban las cárceles del país.

Los estudiantes universitarios, por su parte, habían participado en movimientos combatidos y ahogados también con la violencia oficial en Chilpancingo (1960, 1967), Puebla (1962, 1964), Morelia (1963,1966), Culiacán y Durango (1966), Hermosillo, Ciudad Juárez y Chapingo (1967).

En la Ciudad de México, a finales de la década de 1950, un movimiento en el IPN culminó con la clausura definitiva de su internado estudiantil, su ocupación militar y el encarcelamiento de algunos de sus dirigentes. Al mismo tiempo, los estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, que ahí aprendieron el valor de su empoderamiento relativo, obtuvieron la constitución del primer cogobierno escolar enteramente paritario y la participación o la exclusividad en el manejo de asuntos escolares como las publicaciones y la organización y administración de las prácticas de campo.

Todos los estudiantes capitalinos apoyaron los movimientos de maestros (1960) y médicos (1965) y fueron reprimidas sus manifestaciones de repudio a la invasión norteamericana de Cuba (1961) y de apoyo a la resistencia vietnamita (1965-1967). En la UNAM, en un movimiento interno, se formó el primer Consejo Estudiantil (1966), que organizó el rechazo de un nombramiento rutinariamente antidemocrático y la creación de una carrera policiaca, así como la exigencia del pase de un nivel de estudios ya aprobado al siguiente sin examen selectivo.

Algunas de estas movilizaciones se originaron en re ivindicaciones académicas; otras, en problemas institucionales, sociales o políticos de índoles diversas. En mayor o menor medida, el papel de la policía en la re p resión violenta, y de la prensa, la radio y la televisión en la estigmatización de los movilizados y sus ideas, fueron una de las constantes en la relación impuesta por el gobierno.

Sin embargo, ninguna de esas movilizaciones —universitarias o no— dejó de ser sectorial, restringida a su propio ámbito; ninguna consiguió que en sus exigencias, postulados, estrategias o acciones se reconociera el conjunto de la ciudadanía que cultivaba su rebeldía abiertamente o en silencio.

Hubo que esperar a 1968.

El Movimiento Estudiantil expresaría y aglutinaría entonces fuerzas dispersas. Su único postulado fue la libertad democrática de expresión, organización y lucha política, sintetizado en un pliego de seis peticiones. Éstas podían parecer coyunturales y puntuales, pero en el fondo entrañaban el cuestionamiento del sistema político y del régimen que lo mantenía en marcha. Desde el poder del Estado no podía emprenderse una discusión al respecto (menos aún pública, como los universitarios exigían que lo fuera), excepto si se aceptaba revelar y condenar el autoritarismo que constituía la estructura básica de la relación del gobierno con la ciudadanía.

Las seis reivindicaciones que el gobierno no deseaba ni mencionar, eran: liberación de presos políticos; derogación en el Código Penal del delito de disolución social; destitución de los jefes policiacos que dirigieron la represión contra los estudiantes y sus instituciones; desaparición del cuerpo de granaderos que la llevó a cabo y se convirtió en su símbolo; deslinde de responsabilidades por la represión y el vandalismo policiacos y castrenses; indemnización a los heridos y a los deudos de los muertos y desaparecidos en la represión.

Los gobernantes de entonces consideraron sin duda que sólo analizar esas peticiones retrataría la verdadera dimensión de su despotismo y pondría abiertamente en duda una legitimidad de por sí poco evidente. Nada más explica que el presidente haya llegado a proclamar el derecho del gobierno a defenderse de la ciudadanía. Así, imposibilitado para superar su incapacidad de entablar cualquier confrontación mínimamente democrática, el gobierno ahogó ese movimiento en sangre y persecuciones.

La forma en que surgieron y se expandieron los cuestionamientos formulados en el Movimiento de 1968, permitió que éste configurara una inusitada movilización de identidades sociales. Se encontró y se adoptó el nombre adecuado para designar situaciones hasta entonces vaga o insuficientemente definidas. El conjunto de sus acciones, pese al enfrentamiento cotidiano con los golpes, la prisión y la muerte, permitió a los movilizados ocupar, de manera poco usual por su amplitud y su profundidad, espacios sociales hasta entonces reservados a los rituales del poder y de la reproducción de las hegemonías.



La denuncia estudiantil siempre incluyó propuestas para la negociación y la apertura de salidas, pero éstas no podían ser decorosas para una autoridad acostumbrada a ser obedecida ciegamente, que prefirió la ira, el enceguecimiento y la sordera como final de un sexenio presidencial y el principio de otro.

Luego, con un estilo de gobernar apropiado al auge petrolero y a la reinstauración del “Estado de bienestar”, algunas exigencias del movimiento universitario fueron discreta, fragmentaria y gradualmente interpretadas y adoptadas por el poder. El régimen no transformó su esencia, pero a partir de planteos originalmente formulados en el movimiento, o que en las instituciones univerrsitarias habían alcanzado mayor resonancia, y ante las posibilidades de estallidos sociales aún mayores, optó por reducir tensiones, satisfacer parcialmente algunos reclamos y permitir el crecimiento de las universidades. Así reprodujo su legitimidad de manera suficiente en los ámbitos del trabajo intelectual.

Lo consiguió en parte —no sin otra masacre en 1971—, gracias a la llamada apertura (en que la oposición de izquierda conquistó la posibilidad de hacer política con menos riesgos de represión); a una libe ralización de la actividad intelectual y artística (con la que se logró que circularan más libremente las ideas, se multiplicaran publicaciones que antes hubieran sido censuradas y prohibidas; también se logró que la prensa ampliara sus márgenes de expresión y opinión, que el arte oficial fuera sometido a críticas creativas y dejara de predominar, que varias formas de marxismo quedaran incorporadas a la enseñanza oficial, etcétera); a la ampliación de los espacios para los jóvenes (entre ellos los universitarios, con la llamada masificación), y a la relativa democratización del sistema electoral (suavizando el despotismo contra el que habían luchado los estudiantes).

En algunas universidades de las entidades federativas y en algunas facultades y escuelas capitalinas se democratizó el régimen interno de gobierno cuando grupos y alianzas de la más variada gama de las izquierdas comenzaron a participar en la dirección institucional. Al aceptar como propia la responsabilidad de administrar y modernizar algunas instituciones adormiladas por la indiferencia del poder, por primera vez esta oposición pudo confrontar en la práctica su propia cultura política con la de las fuerzas que combatía.

Es significativo que, desde entonces, tanto en el discurso político oficial como en el de los llamados medios masivos y en el habla corriente, se hayan generalizado términos y expresiones que hace veinte años parecían patrimonio lingüístico casi exclusivo de los universitarios en movimiento.

También resalta el hecho de que a partir de 1979, cuando las izquierdas partidistas salieron de la semiclandestinidad, no pocos diputados (ex presos políticos encarcelados por participar en el Movimiento de 1968), hayan llegado a ocupar curules en la Cámara de Diputados, que uno de ellos haya sido candidato a la Presidencia, y que otros más fueran personajes de la oposición democrática aliada con la escisión del partido único.

Javier Barros Sierra: “Nunca en mi vida me he sentido más orgulloso de ser universitario como en esta fecha”

b) Aunque entre ellos hubo veteranos de las luchas de la década de 1960, la mayoría de los estudiantes y maestros movilizados en la UNAM a partir de septiembre de 1986, abarcó las generaciones integradas a la vida académica durante los últimos años de crecimiento de la década anterior y los que corrieron desde la crisis iniciada en 1982. En la universidad los sorprendió la máxima reducción de la política social (la “austeridad”, la “reordenación” y la “reconversión”), traducida en la restricción de posibilidades de ejercer derechos o, lo que es lo mismo, en la redistribución selectiva de los beneficios sociales a nombre de un “adelgazamiento” del Estado, con recesión, hiperinflación, especulación y devaluación monetaria que benefician a la empresa privada y a los acreedores internacionales en cuyo beneficio se diseñó la entonces nueva política económica.

El movimiento universitario de 1986, “contra la obvia resolución”, prolongado en el tiempo y en la acción política hasta el neocardenismo y las secuelas del proceso electoral de 1988, se inició como reacción contra medidas restrictivas adoptadas de manera sorpresiva y autoritaria. Tuvo, pues, la característica fundamental de todos los movimientos universitarios secularizadores y democratizadores. No dejó de cuestionar de manera sistemática, intensa y documentada los principios en que se sustenta el poder en México, y prácticamente todas las políticas gubernamentales de las dos décadas previas. Se sumó desde un principio —contribuyendo con nuevos argumentos— a propuestas de solución de la crisis, preconizadas por todas las fuerzas sociales excepto las gubernamentales y las empresariales. Entre sus logros más sobresalientes está el diálogo público al que no pudieron escapar las autoridades de la UNAM, y que fue transmitido por la radio y bastante difundido por la prensa y la televisión. Este triunfo político consistió más que nada en abrir hacia toda la ciudadanía el espectáculo inusitado de una exposición abierta de argumentos y propuestas formuladas, a menudo de manera brillante, por un grupo de gobernados ante sus gobernantes.

Por su parte, el diálogo público formaba parte de un espontáneo y vasto curso no escolarizado de ciencia política impartido desde la UNAM por los estudiantes y algunos maestros al resto de la ciudadanía. Sin duda, ese diálogo, en conjunto con todas las acciones del movimiento, marcó los acontecimientos posteriores que lleva ron a la derrota electoral, sobre todo en la Ciudad de México, del partido de Estado con la unidad más amplia de la oposición que se haya visto en el país. El diálogo público, que el poder estatal rehuyó durante dieciocho años con represión y muertes, tuvo que ser aceptado por el poder institucional en lo que fue la materialización de la exigencia más aventurada de 1968.

Por cierto, la insurrección misma y algunas de sus formas adoptadas por los diputados en la Cámara entre el 15 de agosto y el 10 de septiembre de 1988, tuvieron su antecedente en la protesta de los estudiantes contra la Rectoría y el apoyo a los re p resentantes del CEU en el auditorio Che Guevara de la UNAM, durante el diálogo público de enero y el Consejo Universitario del 10 de febrero de 1987.

El movimiento iniciado en 1986 logró que en él se reconocieran grupos sociales muy amplios, sobre todo de jóvenes e intelectuales. Puso en acción a más gente, durante más tiempo y en número mayor de espacios que cualquier otro movimiento social de oposición en muchos años. Logró echar atrás, al menos formalmente, las determinaciones autoritarias y restrictivas que le dieron origen, y se reprodujo a sí mismo logrando que se aceptara convocar un Congreso Resolutivo para definir la restructuración total de la más grande e importante institución pública de América Latina. Al interior de ella promovió y obtuvo la primera consulta democrática de su historia, en la que sus posiciones triunfaron abru m adoramente contra el poder institucional identificado plenamente con el gobierno. Esa elección universitaria tuvo lugar cuando iniciaba su recorrido por el país el sucesor del presidente, ungido por él mismo. No es posible dejar de tomar en cuenta, para cualquier análisis de la realidad mexicana de 1988, que ese triunfo electoral anticipó mucho de lo que sucedería en torno a las elecciones de julio del mismo año.

La movilización, el aglutinamiento y el triunfo electoral del estudiantado democratizador con su Consejo Estudiantil Universitario, del magisterio con el Consejo Académico Universitario y hasta cierto punto de los investigadores en Academia Universitaria (AU), anticiparon la movilización antigubernamental y descorporativizadora que caracterizó al movimiento democrático más importante de la sociedad civil en muchas décadas. Aquel movimiento universitario fue parte fundamental de ese complicado proceso que se apresuró con la rebelión de una parte del PRI y su alianza con los partidos políticos “paraestatales” y con la única izquierda que aún mantenía perspectivas de convocatoria. Sin el movimiento unive rsitario, el frente cívico que resultó de tal proceso no habría podido abrirse o bien habría tenido características muy diferentes de las que lo definen.

La puerta de la Preparatoria 1 destruida

La última fase de ese proceso, en que el Partido Mexicano Socialista fue empujado por sus militantes —muchos de ellos universitarios— a renunciar a la candidatura del expreso político universitario Heberto Castillo para adoptar la de Cuauhtémoc Cárdenas (ya apoyada por el Frente Democrático Nacional conformado por seis agrupaciones partidarias), tuvo lugar precisamente después de que el candidato visitó Ciudad Universitaria y ahí se celebró, con el CEU y el CAU, el mitin más importante de su campaña electoral, en el que llamó a desarrollar la cultura de la consulta democrática que acababa de instaurarse en la UNAM.

Esto no fue más que el reconocimiento de que el espacio de la movilización universitaria y las alternativas planteadas en él juegan un papel extremadamente importante en cualquier opción política democratizadora. En cuanto a la dinámica institucional previa a cualquier proyección nacional, lo más sorprendente fue que el movimiento estudiantil iniciado en 1986 alcanzó todos sus éxitos —nunca antes obtenidos así por ninguna oposición— desde su propio ámbito académico y planteando exigencias exclusivamente académicas, y que se hizo oír y aceptar suprimiendo casi todas las posibilidades de que el poder utilizara la violencia para acallarlo. Además, sin abandonar su propio ámbito, hizo evidente el carácter profundamente político de la vida académica y así se proyectó hacia el movimiento democratizador nacional del que fue contingente básico.

Este breve examen de dos movimientos universitarios mexicanos, el de 68 y el de 86-90, me conduce a las siguientes reflexiones: pese a que lo quería todo y de inmediato, pese a que casi aceptó ser exterminada, pese a que fue derrotada con las armas, el terror y la cárcel, la generación de 1968 contribuyó a que se estructuraran nuevas formas de relación política. En sus propias prácticas las había anticipado. Sin su acción y sin sus aportes a la lucha ideológica, habría sido imposible hasta la miseria caricaturesca de democracia y la participación ciudadana implantada con el sistema de la representación proporcional de los partidos opositores en las instancias políticas colegiadas y más recientemente con la llamada alternancia y sus orígenes dudosos y sus complicidades inconfesables. No deja de sorprender que muchos de los presos políticos del 68 y de antes, entre ellos bastantes universitarios, prácticamente salieron de Lecumberri para entrar a la Cámara de Diputados o para reintegrarse al desarrollo de las universidades mexicanas.

Las generaciones que participaron en el movimiento de 1986 y en sus secuelas y proyección parecen haber elaborado —quizá sólo de manera intuitiva y pragmática— una visión de la realidad y una capacidad para enfrentarla, que era imposible imaginar antes de que se pusiera en acción, y que parece muy distante de las formas tradicionales de hacer política de la izquierda: no se conformó con la denuncia, no excluyó la negociación ni el avance gradual, abrió espacios y formas de confrontación en los que ninguna oposición democratizadora se había aventurado, y expresó un inusual sentido de la posibilidad de victoria. Esa visión y esas capacidades se gestaron como cultura política a partir de la derrota de 1968 y de experiencias organizativas vividas por los universitarios, con posterioridad, en condiciones sociales más democráticas que las que se conocieron antes, y en los mismos ámbitos en que han permanecido vivos de distintas maneras las experiencias, los logros y las aspiraciones de veinte años antes. En marzo de 1988, escribí:

Tal vez con todo ello el movimiento actual anticipe, a su vez, nuevas formas de construcción de los consensos, de ejercicios del sufragio, de aceptación oficial de resultados y, quién sabe, de triunfos electorales más importantes que puedan conducir a cambios reales. En otras palabras, quizás una vez más los universitarios estén construyendo nuevos caminos y espacios para la democracia.

Pero pasadas las elecciones de 1988, consumada la imposición priista, el triunfo capitalino de 1997, el primer gobierno no priista y la imposibilidad leguleya de limpiar los comicios de 2006, además de las acciones zapatistas y de las campañas lopezobradoristas, la reflexión sigue pareciéndome válida, aun cuando algunas de sus previsiones quedan suspendidas por un periodo de duración incierta, durante el cual es posible que el espíritu antiautoritario de la movilización ciudadana no sólo no se extinga sino que se acentúe.

Siempre cabe preguntarse si las alternativas que aparezcan en el futuro serán de carácter democrático, si en ellas no predominarán el caudillismo mesiánico y la burocracia, si ésta no negociará a espaldas de sus representados. Independientemente de lo que suceda en las coyunturas universitarias y nacionales próximas, por cuanto a lo que considero una nueva actitud en los movimientos universitarios mexicanos, añado: todo parece indicar que desde 1986 hemos conocido —aunque aún no analizado ni interpretado— una globalización conceptual con su correspondiente praxis política opositora, construida por universitarios a partir de la vivencia intelectual en su ámbito inmediato propio.

Como no es algo que con frecuencia se presente de manera tan clara, hay que resaltar el hecho de que el proceso universitario interno aparece como fase imprescindible de la incidencia de la UNAM, mayoritariamente antiautoritaria, en el proceso democratizador generalizado.

Todo esto acontece en momentos en los que de ninguna manera está excluido un autoritarismo político moderno que suprime las posibilidades de recorrer caminos y diseñar y ocupar los espacios desbrozados por el movimiento. Si bien las amenazas del gran cacique de la CTM (“llegamos al poder por las armas, y si es necesario nos mantendremos en él con las armas”) no se cumplieron y la llamada alternancia se dio mediante asociaciones y complicidades entre el “nacionalismo revolucionario” y el conservadurismo heredado de los cristeros, al final de la primera década del siglo XXI el ejército está fuera de los cuarteles y no sólo reprime, sino que también controla las carreteras, abusa de la población, viola mujeres y asesina en la impunidad.

ALGO MÁS SOBRE MOVIMIENTOS UNIVERSITARIOS Y DEMOCRACIA

Las formas discursivas, organizativas y de negociación adoptadas por el Consejo Estudiantil Universitario desde finales de 1986 y hasta 1990, fueron totalmente diferentes de las que prevalecieron en los movimientos anteriores. Sus resultados durante más de un año de movilizaciones, discusiones públicas, elaboraciones programáticas, acuerdos internos y adopción de sus propuestas por la autoridad institucional, carecieron de precedente en la historia universitaria mexicana. Todas esas formas y todos esos logros contrastan sobre todo con los de 1968, cuando la movilización se hizo sin demandas académicas, y tanto negociación como desenlace resultaron de la violencia de Estado impuesta por el gobierno.

Lo que ha sucedido en tiempos más recientes llama a la reflexión sobre el papel jugado por los movimientos universitarios en la gradual democratización del sistema político mexicano y, en general, de las relaciones cotidianas, durante los últimos años del siglo XX (de los que hay que eliminar la experiencia disolvente, no universitaria, que propició el gobierno en 1999 y con la que no logró desintegrar a la UNAM).

Aquéllos fueron reflejo bastante fiel de la situación política del país; expresaron de manera global los más profundos malestares sociales; ofrecieron fundamentos teóricos y vías prácticas de solución para problemáticas que rebasan los muros institucionales: cuando algunos de sus planteamientos y reivindicaciones han sido asimilados convenientemente por el poder, a corto o mediano plazo han contribuido a la creación y a la expansión de nuevas formas de relación ciudadana. Además, han sido refere nte básico de la identidad social de vastos grupos generacionales no exclusivamente universitarios.

Hay que tener presente, sin embargo, que los movimientos democratizadores no han desterrado suficientemente la cultura política heredada de la era del “partido prácticamente único”.


“UNIVERSITARIZACIÓN” DE LA SOCIEDAD MEXICANA

Desde siempre, en México, la parte más importante del trabajo intelectual se ha iniciado y desarrollado en la universidad, y continuamente ésta le ha brindado estímulo y posibilidad de continuidad, ampliación y expansión. Es así como desde los albores de la primera universidad novohispana se comenzó a hacer ciencia y a crear tecnologías; se localizaron recursos naturales y se movilizaron la voluntad y la mano de obra para explotarlos; se ha organizado a la sociedad, a la nación, al Estado; se han definido los problemas nacionales, y se han diseñado y puesto en marcha proyectos para solucionarlos; se han estructurado ideologías, normas, nacionalismo, burocracia y gobierno; se ha hecho y se hace política gubernamental, gobiernista y de todas las oposiciones; se han puesto en acción las fuerzas del trabajo manual e intelectual; se han establecido otras universidades; se han conformado sensibilidades y emociones, consensos, cuestionamientos y rebeldías.

Los resultados del trabajo universitario de investigación, tan sólo en las que se ha dado en llamar disciplinas sociales y humanísticas, tienen una aplicación casi inmediata en los ámbitos más diversos: en todos los niveles de la enseñanza; en la formulación de las ideologías políticas, en la legislación y en la diplomacia; en la elaboración de los conceptos y valores que transmiten la radio, la televisión y el cine, y en las formas que sirven para su expansión y arraigo; en el trabajo de los artistas; en la publicidad y en los programas y discursos políticos y religiosos; en las obras literarias y en la ensayística con que se organizan ideologías dominantes, oficiales o alternativas.

Además, casi todos los egresados de la educación superior se convierten en cuadros bajos, intermedios y superiores de la administración empresarial y de toda la estructura estatal. Algunos se dedican a mantener la fuerza de trabajo y estructurar con la autoridad de la bata blanca la ideología de la relación del individuo con su cuerpo y su salud, y a conservar y reproducir las relaciones entre el poder y sus sujetos a través de la vigilancia y la aplicación de normas legales.

En nuestras universidades públicas, se crean y se amplían también los espacios de la creación artística, de su desarrollo, de su difusión. Desde la universidad, con sus estímulos, bajo su influjo, los artistas despliegan una creatividad de perspectivas semejantes, paralelas a las del trabajo científico.

Toda esta labor creativa, de síntesis y reproducción ideológica e institucional, explica la existencia de la universidad. La formación de profesionistas la ubica en las esferas de la cotidianidad social en que actúan e influyen: la elaboración de nuevos conocimientos, de nueva s formulaciones de los ya adquiridos, y todo lo que puede ubicarse como búsqueda y desarrollo en los terrenos del arte, proyectan a la universidad en una dimensión histórica global y la han convertido en eje fundamental e indispensable de todo proceso social cuyo marco sea la constante organización de la cultura.

La acción universitaria sigue incidiendo de manera fundamental en los procesos de formación de sujetos sociales, en la construcción cotidiana de la hegemonía y el consenso, en la crítica de las relaciones sociales y en la formulación de proyectos para el cambio y, de manera no menos intensa y eficaz, en la reproducción y la administración permanentes del sistema social. Es fácil advertir, pues, que la mexicana es una sociedad profundamente “universitarizada”.

El ejército se enfrenta a burócratas y estudiantes, 28 de agosto de 1968


¿MASIFICACIÓN O DESMASIFICACIÓN?

Aunque desde las universidades se han proporcionado elementos básicos masificadores de nuestra sociedad, también han contribuido de manera fundamental a la desmasificación.

Hoy, en gran parte merced a los movimientos estudiantiles, todo el mundo acepta que la universidad pública debe ser de masas. Evidentemente, en enunciados como éstos el vocablo masa tiene un sentido cuantitativo y es equivalente a muchedumbre: multitud, coincidencia involuntaria y temporal de una gran cantidad de personas en el mismo lugar.

No obstante, las masas no tienen que ser numerosas ni provenir de algún estrato socioeconómico en especial. La definición de masas como categoría descriptiva, analítica e interpretativa de las ciencias sociales, se centra en el hecho fundamental de que nunca constituyen una comunidad, pues quienes las componen carecen de lazos de solidaridad o de homogeneidad cultural: la masa es informe, despersonalizada, maleable. Una sociedad de masas se caracteriza porque en ella dominan mecanismos que regulan actitudes y conductas para hacerlos uniformes y sin especificidad, y para aislar a sus miembros aun en la mayor de las cercanías físicas. Desde luego, en toda sociedad se dan procesos de masificación: en la nuestra avanzan ve rtiginosamente. Pero hay espacios en los que ese avance es frenado de manera suficiente para que no lo abarque todo y para mantener posibilidades de desmasificación social relativa.

Los procesos sociales que se dan en los espacios universitarios, lejos de ser exclusivamente académicos, resultan en una desmasificación relativa dequienes tienen acceso a ellos.

Se ha deseado masificara la juventud en las universidades;éstas, por su naturaleza contradictoria, no han dejado de responder a tales designios, pero en su seno sigue desarrollándose la otra fase de lo que podríamos llamar dialéctica de la formación institucional de los intelectuales.

El proceso de desmasificación a barca de maneras diversas a toda la sociedad. Una de sus más importantes facetas sólo se desenvuelve en las universidades, cuyos miembros tienen, entre otras características, la de ser sus sujetos inmediatos y los agentes de algunos de los cambios culturales que ese proceso genera. Obviamente, éste no es unilineal ni están ausentes de él conflictivas sociales que lo hacen muy complejo. Podría incluso afirmarse que el precio que la sociedad paga para que pueda darse el proceso de desmasificación consiste en la contribución concomitante del mismo proceso al avance de la masificación.

La existencia misma de las universidades y de sus tareas definen su carácter desmasificador. Las posibilidades materiales que les otorgan las fuerzas sociales dominantes y las que van adquiriendo en las confrontaciones entre éstas y las subordinadas que van abriéndose camino; las formas que en la institución universitaria toman las relaciones académicas y el cumplimento de sus funciones específicas; la concentración y el contacto constante entre científicos, maestros y técnicos; las posibilidades de integración de estudiantes a sus procesos y las de su dedicación a la vivencia universitaria: todos éstos son elementos que definen el nivel de calidad y de adecuación con que nuestras instituciones cumplen sus funciones desmasificadoras.

Las características fundamentales de la formación social en que está ubicada cada universidad, determinan las maneras en que cada una contribuye a conservar la barbarie del dominio y a ampliar los espacios de la civilización.

Las contradicciones sociales, siempre presentes en la universidad, hacen también que el cumplimiento de su papel desmasificador se exprese en una contradicción particular, que hace de la actividad académica universitaria una fuerza política a la vez conservadora e innovadora, tendiente simultáneamente a mantener las inercias sociales, y a ser factor permanente de creatividad intelectual y de transformación social. Los movimientos universitarios son imprescindibles para tal transformación.

Por una parte, las universidades desmasifican a la sociedad contribuyendo a llevar el sentido común y el buen sentido a niveles más elevados y mejor estructurados de conciencia de la realidad. Por otro lado, contribuyen a la masificación porque pro p o rcionan los elementos del conocimiento que fundamentan y fortalecen la organización jerarquizada de las relaciones sociales y las concepciones dominantes, y porque forman los cuadros intelectuales y ejecutivos de la masificación. Además, porque sus miembros, en cualquiera de los ámbitos de la actividad universitaria, son motivados a actuar con base en los mismos valores dominantes que estimulan la masificación y precisan de ella.

La realidad universitaria es aún más compleja, porque en sus espacios de reflexión surgen también elaboraciones teóricas, cuestionamientos y concepciones opuestas a las dominantes, y se proponen opciones diferentes en todos los campos del conocimiento y del pensamiento creativo. Con ello se sustentan y se estimulan prácticas científicas, sociales y culturas políticas alternativas a las predominantes.

La universidad es uno de los pocos espacios sociales en cuyo interior la masificación puede reducirse y contrarrestarse.

Conjugadas, todas las acciones inherentes al conjunto de las funciones universitarias —obligatoriamente académicas pero no necesariamente formales ni profesionalizadoras— resultan en el complejo proceso social de desmasificación de todas las personas que participan de ellas y, por intermedio suyo, de los diversos círculos de vida social en que actúan; así, forman parte de la desmasificación global de la sociedad e imprimen en ella elementos sin los cuales ésta sería impensable e imposible.

Es precisamente este movimiento universitario, del que nacen los cuestionamientos y las alternativas. Sigue su curso aunque no haya movilizaciones. Sus resultados aparecen en la sociedad y en la cultura en el momento adecuado, a veces de manera espectacular pero casi siempre de manera imperceptible.


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